A partir de ese día todo se convirtió en pura tensión eléctrica. Aquellos movimientos sólo eran comparables a ella misma en todo el planeta, y me entró el pánico. Sabía que nunca podría estar lejos de esas caricias y me equivoqué al tratar de comprarla como asistenta de vuelo permanente. La había prometido no olvidar lo ocurrido. Nos aseguramos de que la siguiente jornada empezaría a la vez, pero todo salió mal. Por desgracia, la valiente enfermedad del tímido me impidió pagarla con la misma moneda desde por la mañana. Habría saltado a doscientos hunos por volver a sentir con los cinco. Y el día fue largo, muy largo, plagado de ojos azules, ojos marrones y suelos profundos. Al día siguiente, puede que un poco enamorado, traté de poner fin a la duda rompiendo el silencio que me perseguía desde hacía dos almohadas.
martes, 8 de julio de 2008
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